Revisamos el recientemente publicado tercer EP de Rusos Blancos, una posible obra transicional que precedería a su hipotético cuarto álbum.
Rusos Blancos es uno de esos tantos grupos madrileños que hemos visto en salas del centro (a veces por casualidad) que ensayaban (y ensayan) en locales compartidos con otros grupos y que destinan a la música todo el tiempo que la ciudad les deja. Y así, casi sin querer, es como se han ganado un hueco ya imposible de ignorar en la escena pop independiente nacional.
Si este año has «biengastado» tu tiempo en uno de esos tantos festivales de verano seguramente te habrás topado con ellos. Si no los conocías te habrá picado la curiosidad, habrás visto un grupo quizá algo atípico en cuanto a su formación que puede combinar la música electrónica con el pop de guitarras más envolvente y quedarse tan anchos.
Ahora que se acabó ese sueño de una noche de verano en el que han deambulado de festival en festival es cuando toca mantenerse. Rusos Blancos no se han descuidado en ese aspecto y tras su tercer LP Museo del Romanticismo (Intromúsica Records, 2016) —que vio la luz el año pasado y les valió el billete directo a la producción con Intromúsica— han publicado recientemente el EP Algo nuevo, algo viejo, algo prestado (Intromúsica Records, 2017). Un trabajo en el que dejan atrás las canciones marcadas por la oscuridad de su anterior álbum y nos dejan pinceladas de optimismo y sencillez con «Tampoco nos hemos querido tanto» y «Amor, ¿que si tengo o que si quiero?», pero también de dependencia sexual y de relato de lo absurdo sobre la historia de un viaje compartido en coche con «Pimentón húngaro» y «Blablacar (viaje al éxito)». Cuatro canciones redondas con matices de pop luminoso, que completan un disco en el que la nota predominante es la vuelta a una electrónica que había quedado algo abandonada desde el EP Crocanti (autoeditado, 2015).