Nos hemos resistido a evaluar la última edición del festival Tomavistas, pero no hemos podido dejar de fijarnos en su descarado greenwashing.
La mayoría de los festivales de música son eventos de gran complejidad donde interviene un número de elementos tan elevado que parece un puro milagro que consigan llegar a buen puerto. Existen numerosos procesos susceptibles de fallar y demasiadas cosas que pueden salir mal, pero muy pocas veces me he enfrentado a un festival cuyo balance final me pareciera negativo.
Este tampoco ha sido el caso de la última edición del festival Tomavistas —celebrada en Madrid durante los pasados días 19, 20 y 21 de mayo—, pese a que su esencia se ha visto demasiado afectada por el elevado número de cambios experimentados desde su última edición. Los conciertos matinales de pasados años han quedado consignados al olvido y el fantástico entorno ofrecido por el parque Enrique Tierno Galván ha sido sustituido por un desangelado aparcamiento en IFEMA. También se ha hablado mucho sobre los obscenos tiempos de espera sufridos en las barras durante la primera jornada o la tormenta del sábado, tan torrencial como completamente ajena a la organización. Pero a despecho de toda la buena voluntad que pueda sentir hacia este festival, hay algunos feos detalles en su comunicación que realmente no he estado dispuesto a pasar por alto.
En primer lugar la organización no es del todo fiel a la verdad al afirmar que en el recinto «las bebidas se sirven en vasos reutilizables». Es cierto que la mayoría de bebidas se servían en vasos de polipropileno serigrafiados cuyo coste de un euro tenía que ser asumido por el asistente al festival, pero el vermú de una de las marcas patrocinadoras del evento se servía exclusivamente en vasos de plástico de un solo uso. ¿Por qué? Tal vez el generoso tamaño de los vasos reutilizables hacía difícil escanciar una medida estándar de vermú, quién sabe.
El segundo de estos detalles está relacionado con el sistema de pago, un mal no estrictamente necesario con el que nos vemos obligados a lidiar en la mayoría de eventos de este tipo. En esta ocasión se prescindió de tókenes y aplicaciones en favor de un monedero virtual, accesible mediante un chip NFC insertado en la pulsera de acceso y recargable en línea o en las casetas de pago ubicadas en el recinto. La organización describe el sistema como «sencillo, rápido, seguro y sostenible», pero aún sin cuestionar los tres primeros adjetivos empleados, es ridículo calificar como «sostenible» la entrega de un pedazo de plástico, por pequeño que sea. ¿Es realmente más sostenible que pagar con las tarjetas físicas o virtuales que ya poseíamos a nuestra llegada al festival?
No obstante, estos pequeños actos de greenwashing palidecen al ser comparados con la vía recomendada por la organización para acceder a IFEMA: nada menos que a lomos de una motocicleta eléctrica de Acciona, descrita en las comunicaciones del festival como la manera «más sostenible» de llegar. También se mencionaba la posibilidad de emplear vehículos privados y solo en tercer lugar aparecía el transporte público. Aunque dejemos de lado lo cuestionable de una empresa como Acciona, tan ansiosa por dotarse de una vitola verde, el modelo de vehículos compartidos en modo alguno es la forma más sostenible de viajar. Frente a esto, incluso el propio Ayuntamiento de Madrid —cuya actual corporación es poco sospechosa de cochefobia— recomendaba en su página web el uso del transporte público para desplazarse hasta el recinto del festival. El transporte público es la única alternativa sostenible para un futuro que se presenta aterrador y resulta doloroso que la organización de un festival como Tomavistas emita afirmaciones que parecen delirios surgidos de la mente de Travis Kalanick o algún otro sociópata de su misma cuerda.